El fin justifica los miedos

El fin justifica los miedos

El miedo es una emoción primaria, directamente relacionada con el instinto de supervivencia y, por lo tanto, totalmente imprescindible para cualquier especie, incluida la nuestra. A grosso modo podríamos decir que el miedo puede ser real, supuesto o neurótico, dependiendo de en que medida la intensidad del miedo se corresponda con el peligro y de la probabilidad de que esa amenaza llegue a constituir un daño efectivo. A su vez, puede estar provocado por la percepción de un peligro presente, futuro o incluso pasado. Curiosamente, coincidiendo con la clasificación anterior, aunque no necesariamente, podemos comprobar que el miedo suele ser real cuando lo provoca un riesgo presente, lo tenemos delante o es inminente, es supuesto cuando lo produce un peligro futuro, con mayor o menor probabilidad de que ocurra, y a menudo, se podría considerar neurótico cuando su causa se encuentra en un daño del pasado, el miedo a que eso que tanto nos dolió vuelva a ocurrir.

Sólo una pequeña parte de nuestros miedos son innatos, el resto son aprendidos o adquiridos tanto de nuestras experiencias pasadas como de las de otras personas, por eso aumentan con el tiempo, enmascarados bajo una supuesta madurez. El miedo a morir puede ser natural y fácil de reconocer, pero el miedo a vivir se adquiere con el tiempo y es el que más nos cuesta identificar. Es el miedo a los cambios. El miedo a viajar. El miedo al tiempo. El miedo a la incertidumbre. El miedo a enamorarse. Y en definitiva, el miedo a sentir. Porque lo que más miedo nos da no existe o ya nos ha ocurrido. O lo que es lo mismo, lo que más tememos es el futuro en base al pasado. Y es aquí donde se encuentra la causa no de todos nuestros males, pero si de la inmensa mayoría. El miedo es el que despierta los peores sentimientos del ser humano siendo capaz de provocar guerras a nivel familiar, profesional, local y mundial. El miedo tiene la capacidad de destruir sueños, ilusiones y relaciones.

Es cierto que si no fuera por el miedo, no estaríamos aquí. Pero es aún más cierto que si no fuera por el miedo, no estaríamos así. Así de desconfiados. Así de intolerantes. Así de agresivos. Así de envidiosos. Así de celosos. Así de impacientes. Así de individualistas. Así de asustados. Y así de infelices. Porque la felicidad es la ausencia de dolor cuando somos pequeños, pero cuando vamos creciendo tendemos a exigir para ser felices, además, ausencia de miedo. Y eso, si estás vivo y no tienes ningún trastorno psíquico, no existe. El miedo está ahí y estará siempre. Lo que podemos hacer es no alimentarlo, para que no se apodere de nuestra voluntad. No escucharlo cuando nos hable del futuro y mucho menos cuando nos hable del pasado, para eso está la música, para no escuchar nada más. Sin huir de él, porque huyendo no se llega a ningún lado y siempre es más probable coger el camino equivocado. Reconociéndolo y dejando que se transforme en ese vértigo que nos hace sentir tan vivos para no darle opción alguna a que desemboque en temor. No temas nada, que todo llega, todo pasa y todo es ponerse. Y baila. Baila con la más guapa y con la más fea. Baila lo más underground y lo más comercial. Baila con miles de personas a la vez. Y baila tú solo. Que está muy visto eso de “baila como si nadie te viera” pero tú baila de verdad cuando nadie te vea. Baila para ti. Canta para ti. Y ríete de ti, porque te estarás riendo del miedo en su cara.

Mira siempre hacia adelante, hacia atrás sólo lo justo para saber por donde vas. Y cuando dudes, que lo harás, recuerda que el fin siempre justificará todos y cada uno de los miedos que sentirás, porque el fin es vivir. Vivir con vértigo, con ímpetu. Pero sin prisa, sin temor. Así comprobaremos como se desvanece un enemigo muy difícil de reconocer que se alimenta constantemente de nuestros miedos: el ego.

Pero de eso ya hablaremos…

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